“¿Por qué me pasan cosas tan raras?”, pregunté a mi interior esta mañana para abordar la fantasía de mi excepcionalidad frente a la certeza de la uniformidad ordenada por el sistema.
Casi de inmediato dos casos alzaron la mano en mi memoria para argumentar que son propios de un sujeto que recurre a la mentira de decirse distinto, con el fin de negar su normalidad mediante abstracciones casi comparables con las del “pueblo” amante del nepotismo.
Se manifiesta primero la experiencia en la que me fue negado el acceso a mi hogar, lo que algunos dirán no es nada extraordinario, sobre todo cuando es en respuesta a una travesura, pero ¿a quién le ha cerrado la puerta su perro?
Quien creía era mi más fiel compañero colocó el seguro del acceso principal de mi casa, justo cuando me disponía a entrar, impidiendo durante varias horas que ingresara. Lo más extraño fue que lo hizo por amor, estoy seguro. Tan descomunales fueron sus brincos cuando sintió que estaba por ingresar su amo, que en uno de ellos sus patas cayeron sobre un mecanismo de la cerradura que accionaba un seguro sólo liberable desde adentro de la casa. Evitaré describir cómo ingresé a mi hogar, en atención a la cultura de la prevención.
Ese caso de presunta excepcionalidad lo multiplicó otro cuadrúpedo en los toriles de la Monumental Zacatecas, donde me quedé varios minutos encerrado cual res a lidiar, tiempo que aproveché para convencerme de que no cualquier persona podía cometer una tontería de esa dimensión.
Tal vez llevado por un sentimiento de adolescencia tardía, en una incruenta clase práctica de toreo me sumé a un grupo de jóvenes para regresar a los chiqueros la vaca de lidia que acababan de torear. La misión era pequeña, pero no así mi capacidad para atraer aquello que tantas veces me hacía repetir: “¿por qué a mí?”.
Todo parecía sencillo: los muchachos soltarían el animal que sometían, correrían hacia el ruedo, pondrían el cerrojo de la puerta de salida de los toros a la arena y yo me adelantaría para abrir y cerrar rápido el acceso por donde la noble bestia entraría al toril o chiquero (corral pequeño donde se aísla a las reses a lidiar y comunica con el pasillo o túnel, no siempre bien iluminado, que conduce hacia el redondel).
A nadie se le ocurrió pensar que el animal de cuatro patas se detendría en el corredor descrito y concretaría a observar entre las tinieblas del lugar cómo yo cerraba la puerta del chiquero (cuya hoja bloquearía todo el ancho del pasillo), seguro de que la vaca brava había ingresado a su confinamiento temporal. Cuando me di cuenta de que únicamente había encerrado aire, abrí con velocidad de centella la puerta recién cerrada para usarla como escudo.
El problema, asumí, no era mayor, pues saldría por el acceso a los corrales en la parte trasera de la plaza de toros, pero ¿por qué a mí?, pregunté de nuevo, más que por búsqueda de conmiseración, para sentirme distinto. Como usted supone bien, me encontré con todos los altos accesos cerrados con candado y sin una sola persona a la vista.
Me quedaban dos alternativas: buscar un sitio para dormir y esperar que un día después alguien abriera los candados, o llegar muy cerca de la vaca para obligarla a seguirme hasta la entrada del toril y cerrar la puerta de este tan pronto ella entrara. Entendí que la libertad implica aceptar riesgos. Salí.
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Y veo, entre otros muchos casos, la conducción del mundo a cargo de un mandatario que desprecia la razón y dignidad de quienes piensan distinto a él.
¿Por qué me tocó vivir tiempos de fantasía disfrazados de realidad?