Revisar de vez en cuando el pasado puede contribuir a comprender el presente, aunque de no ser así, por lo menos permite vivir dos veces.
Viajo entonces en el tiempo para encontrarme unos cuantos años atrás en el “establo” que frecuentaba, palabra que me adelanto es empleada aquí en su acepción boxística, pues con sobrada razón alguien podrá pensar en el significado ganadero del término.
En ese retroceso en el calendario me veo muy temprano en un sábado con los puños vendados y ajustándome los guantes poco antes de entrar al cuadrilátero, donde me espera un joven con la mitad de mi edad y que a todas luces aparece como un deportista de nivel competitivo. ¿El de la pluma está presumiendo sus habilidades en el pugilismo? Seguramente así desearía que fuera. Pero, no, lo que él hace es alardear sobre su posible habilidad para sobrevivir.
Resulta que el entrenador del pugilista competitivo vio en mí la posibilidad de realizar un entrenamiento conjunto, acorde a las capacidades de ambos presuntos combatientes. Su instrucción fue clara: yo debía asumir una posición ofensiva, lanzando mis mejores golpes, sin miramiento alguno, contra mi “adversario”, en tanto que él tendría la consigna de sólo defenderse, sin atacarme ni una sola vez.
Las indicaciones estaban claras, lo que no fue impedimento para que hiciera gala de mi saber aristotélico y pusiera por delante, antes que los guantes, la duda.
Congruente con los orígenes de la sabiduría griega, razoné: “¿qué pasaría si se me pasa la mano e impacto en su humanidad un derechazo respaldado por mis 100 kilos? ¿Qué sucedería si estornuda o bosteza y baja la guardia? La conclusión fue clara: ¿qué caso tiene arriesgarme haciéndolo enojar? Admito entonces lo que sucedió: en los tres o cuatro rounds que estuve en el ring nunca obedecí a cabalidad la orden del instructor. Más vale prevenir que lamentar, me dije.
Este recuerdo cobra relevancia cuando regresan a mi memoria algunas de las líneas de un par de notas periodísticas que leí la semana pasada.
Gracias a la citada evocación pugilística, empatizo este día con las declaraciones de dos funcionarios, cuyas palabras originalmente me hubieran llevado a cuestionar su dignidad, empero, bajo el filtro de mi experiencia en el mundo de las orejas de coliflor, me parecen comprensibles y hasta merecedoras de palabras como las que los padres usan para apapachar a los niños asustados.
De no ser por el terrible fondo de miedo y dolor que esas declaraciones pretenden esconder, también reconozco que a más de una persona hubieran causado risa.
La primera fue cortesía del Gobierno de Tabasco, que en reacción a la masacre de seis personas la madrugada del 24 de noviembre en un bar de Villahermosa, prohibió la venta de bebidas alcohólicas después de las 2 de la mañana. Tal medida provocó que algún malhora dijera que lo realmente regulado fue el horario para los ajustes de cuentas.
Pronto, el secretario de Seguridad estatal de Nuevo León, Gerardo Escamilla, pareció no querer rezagarse en la “lucha frontal” contra la delincuencia. Cuestionado sobre la falta de la vigilancia días antes prometida en la autopista Monterrey – Reynosa, escenario ausente de autoridades policiales cuando el 28 de noviembre fueron reportados tres asaltos, excusó la falta de patrullaje en esa carretera argumentando que se prefirió vigilar la que conecta la capital de la entidad con el paso fronterizo de Colombia, N. L., pues se desea convertirla en la vía oficial para quienes desde Estados Unidos de América asistan a los juegos del Mundial de Fútbol 2026.
“Hemos decidido iniciar en la Carretera a Colombia porque no requerimos del convenio o colaboración con Guardia Nacional, y porque para el Mundial de FIFA esta autoridad ha decidido que sea esta la carretera que se utilice por parte de los extranjeros, o la que se va a recomendar a quienes nos visiten”. Evoco mis reflexiones boxísticas y percibo cómo empiezo a empatizar con el funcionario, antes de admitir un par de fondos integrados en su mensaje, consciente o imprudentemente: “Por aquí se van o allá se los llevan” o “primero la impunidad antes que andar haciendo convenios”.
No cabe duda de que el boxeo contribuye a formar mentes empáticas. ¿O alguien en su sano juicio quiere hoy ser jefe de policía?