La fantasía es una de las mejores medicinas para soportar lo cotidiano, pero, como muchos remedios, su eficiencia está determinada por la dosis.
Rechazar de manera absoluta lo sobrenatural expone al individuo a morir aplastado por la realidad, en tanto que usar la fantasía para justificar lo tangible, en el mejor de los casos, lo convierte en cínico.
Retrocedo la cinta de mi memoria (soy modelo anterior a la era digital) y me ubico en la residencia del equipo de asesores de un presidente municipal norteño, sitio donde me encontré solo la noche previa al tercer informe de gobierno haciendo los últimos arreglos al documento.
Ciego y sordo debido a la ilusión de prolongar el cobro de mis quincenas en el palacio del gobierno estatal, pretendía construir el mensaje del próximo jefe del Ejecutivo, pese a que el mandatario en funciones mandaba continuas señales a mi superior, para hacerle entender que su papel sólo consistía en legitimar una decisión tomada desde hacía mucho tiempo a favor de otra persona.
Poco antes de la medianoche terminó su jornada laboral la asistente encargada de revisar la logística de las invitaciones para asistir al evento de rendición de cuentas, por lo que creí que quedaba sólo para mí la amplia residencia. ¡Qué equivocado estaba!
Nunca he creído ni en aparecidos ni espíritus chocarreros, lo que explica en buena parte la continua sensación que tengo de ser abrumado por la realidad, sin embargo, en esta ocasión las circunstancias intentaron acabar con mi incredulidad sobre los fantasmas.
La primera vez que escuché cerca de la una de la mañana un taconeo en el área de recepción, supuse que algo se le había olvidado a nuestra colaboradora, pero cuando oí lo mismo una hora después salí de mi oficina para confirmar que todo estuviera en orden. No localicé a nadie, pero tampoco me sorprendí, pues supuse que resolver su pendiente no había demandado mucho tiempo.
Cerca de las tres y media de la mañana escuché de nuevo el inconfundible sonido del golpe en el suelo producido por los tacones de una mujer, que parecían recorrer la recepción y sala de juntas. Sin miedo debido a mi multicitada incredulidad acerca de lo fantasmal, me dirigí a buscar la fuente del golpeteo, pero, otra vez, nada encontré.
Cuando antes del amanecer oí, aún con más claridad, el paseo de unos tacones en la casa donde supuestamente estaba solo, dejé mi oficina decidido a encontrar la fuente del recurrente sonido. Revisé la cochera, prendí la luz de la sala de juntas, escudriñé la recepción y hasta abrí la despensa de la cocina. Cero resultados.
Pero raros son los crímenes perfectos. Cuando retornaba a mi sitio de trabajo, el émulo de espíritu chocarrero que me desafiaba cometió un error: escuché justo detrás de mí el golpe de los tacones contra el suelo.
Volteé de inmediato y, otra vez, no encontré la fuente del sonido, aunque ahora reparé en las rejillas del aire acondicionado central que estaban en el principio del pasillo que unía mi oficina con la recepción.
Cuando me acerqué a esas salidas de aire fresco el culpable cometió una nueva y definitiva equivocación. Caso resuelto: un ave posada en la parte alta del ducto lo golpeaba con su pico, magnificando la tubería el sonido y distribuyéndolo en casi toda la casa.
Recuerdo ese incidente como un suceso menor, en nada comparable con los sustos que me han dado los seres de carne y hueso, y más aquellos que no hacen de la escuela lo suyo y sí el afán de decirse gobernantes construyendo su ascenso explotando el temor y la ignorancia.
Por supuesto que el relato del pájaro que sin pretenderlo simulaba ser ente sobrenatural, no busca desmentir al gobernador potosino que recientemente atribuyó a una visión fantasmal la imagen de una dama desnuda caminando en el palacio de gobierno, sino sólo advertir sobre las consecuencias de apelar al más allá para explicar lo que corresponde a la razón.
Asumir que el exceso de miedo y limitada educación de la mayoría votante conducen hacia el camino fácil de culpar de las omisiones terrenas a los espíritus de ultratumba, más que manipulación podría denominarse desvergüenza y abuso, por supuesto conceptos intrascendentes cuando conservar el poder es el fin último.
Para sustos, los que dan los vivos.