Desperté ayer domingo con la intención de realizar una serie de actividades ligeras. De pronto, mientras navegaba en mis redes sociales, veo el comentario de un amigo de la infancia agradeciendo el apoyo y en su foto de perfil estaba la insignia del luto.
Le escribo de inmediato para saber qué pasó. A los minutos, otro amigo me pregunta lo mismo. Regreso a la red y veo la imagen de una esquela. La hermana de mi amigo había fallecido (46 años). Me abordó la tristeza y la angustia, quería llorar. Respiré hondo y acordé con mi amigo de ir a dar el pésame de inmediato.
Lo abrazamos y dimos el mensaje de parte de la familia y los amigos que no podían estar ahí en ese momento. Nos quedamos en silencio a su lado, mirando el techo de la capilla donde se velaba.
Mi mente está en Acapulco, en uno de los viajes más memorables que tengo. Sólo recuerdo que fui feliz. Era mi familia y la de mi amigo. Nos divertimos tanto. No sabíamos hacer otra cosa más que reír, nadar, correr, volver a reír, volver a correr, y pedir congas -sin alcohol obviamente-, para cerrar con broche de oro nuestra actitud temeraria ante la vida.
Esa es la vida que todo niño desea, pero no la puede soñar hasta que sucede y una vez que sucede entonces ese sueño se convierte en un recuerdo valioso.
Fue una semana de tremenda juerga. Recuerdo a mi padre y al de mis amigos caminar con actitud firme, convencidos de que había logrado un gran plan. Nuestras madres nos contemplaban a lo lejos. Era lo más sano porque un pequeño ejército de 8 niños y una acompañante bastaba.
La acompañante en turno era la señora que cuidaba de nuestros amigos. De complexión ancha y una gran sonrisa, nos acompañaba a todos lados, en la alberca la bautizamos en secreto como Keiko.
Ella se divirtió igual o más que nosotros. No le molestaba estar todo el tiempo en la alberca, o salir detrás de alguno de nosotros para acompañarnos al bar a pedir las congas. Cuando teníamos que salir de la alberca era porque iríamos a comer a algún restaurante en la zona de Caleta. Y salíamos del hotel de la mano de nuestras hermosas madres, mirando a nuestros padres liderar la expedición…
Entonces bajo la mirada y veo el féretro y en él a la pequeña hermana de mi querido amigo. Giro la cabeza y veo a su mamá, que tiene la vista perdida como si no supiera qué es lo que sucede ni por qué está ahí.
Niego lo que veo pero es la realidad. Luego le pregunto a mi amigo si la pequeña que está a nuestro lado es la hija de su hermana. Le pido me presente y lo hace. La saludo y la abrazo. Al mirarla descubro que es el mismo rostro, la misma sonrisa, la misma chispa de vida que su hermana siempre tuvo.
No puedo contenerme y le repito tres veces que estoy viendo en ella a su mami. Ella llora y yo aprieto la quijada para no hacerlo. Salimos a que fumara y seguimos platicando. El sol cae a plomo y yo me empiezo a incomodar. Entonces vuelve a mí ese Acapulco de mediados de los ochenta, cuando el mundo era diferente. Esa semana en Caleta nos confirmó que seríamos amigos para siempre. Él sabe y yo sé que aunque no coincidimos con frecuencia en el día a día siempre estamos ahí.
La muerte de Ivonne no sólo acarrea el dolor de mi amigo Arturo y su familia, también inaugura el ciclo de pérdidas de ese bloque de la vida donde están los cimientos: inocencia, ideales, familia.
La vida trae muerte y la muerte trae vida. Por Acapulco y las risas. Por nuestra amistad, por nuestras familias. Nos despedimos. En un abrazo entiendes la vida: nunca sabes cuándo será el último.
Descanse en paz.